martes, 22 de enero de 2013

El hombre del verano en Formentera

Un belga populariza el patín a vela en la isla



Un patín a vela en la costa catalana en los años cincuenta


El momento más emocionante de las vacaciones ha sido para mí sin duda la búsqueda y rescate del chico caído al mar desde un hobie cat —un pequeño catamarán— frente a la playa de Migjorn, en Formentera, concretamente ante el chiringito de la Denise, también conocido como kiosko Sun Splash. Un trance, oigan. Estaba yo tan ricamente tendido en la arena y haciendo uso de mi catalejo con fines estrictamente científicos cuando observé volcar el hobie cat a considerable distancia en un mar muy revuelto y con muchísimo viento. Vaya por Dios, me dije, tragando saliva, santiguándome y agradeciendo a mi natural prudencia encontrarme en tierra firme. A lo lejos, dos figuritas se esforzaban ímprobamente por enderezar la embarcación tirando de la escota y subidos a uno de los flotadores.

Pero el hobie cat continuaba de lado y amenazaba con girar de nuevo hasta quedar cabeza abajo, como un pequeño Poseidón, con el palo apuntando irremediablemente al abismo. Apreté los dientes y seguí mirando sobrecogido la lucha de los tripulantes con el mar embravecido. De repente el pequeño velero se enderezó, la vela cogió viento y la embarcación salió disparada como llevada por el diablo. Pude distinguir a bordo a uno de los tripulantes, pero no al otro. El hobie cat arribó a la playa un rato después en medio de una barahúnda de olas y malos presagios. Al poco la noticia corría sobre la arena: uno de los dos navegantes, un chico, no había podido subir y no se lo encontraba. No hay nada más dramático que la tragedia abatiéndose en verano sobre un lugar de recreo, y a pocos pasos del Gecko. Una nube oscura se cernía sobre los presentes, varios de ellos a la sazón desnudos y los demás ataviados y tocados con las más disparatadas prendas: Migjorn no es Illetes. Un hippy enjugó una lágrima aspirando su porro. Los mojitos quedaban a media distancia de la boca, los ánimos estaban por los suelos. Incluso las margaritas de las mesas que son el icono de este chiringito visitado por artistas como Jack Savoretti y Quico Torra parecían decaídas.

El belga errante se lanzó en su patín a vela al rescate del pobre náufrago.
Llegaron los de Protección Civil, que declinaron mi ayuda estática. Así que trate de consolar a una guapa francesa, nacionalidad en ascenso en la isla, que ha sufrido un recorte importante de italianos (la ocupación hotelera ha caído más de siete puntos en agosto). Qué terrible, el mar tiene eso, apunté. En situaciones así te das cuenta de qué cobardes e insolidarios somos todos, continué, rascándome la incipiente barba. En fin, añadí, cualquiera se echaba a nadar con ese mar, las corrientes, la resaca, los tiburones, etcétera. Entonces apareció Vincent. Sin dudar un instante se encaramó a su patín a vela y zarpó en busca del náufrago. De pie sobre su embarcación se alejó pegando saltos sobre las olas, refulgente con el sol de la tarde como un caballero medieval acudiendo a una justa. Un murmullo brotó de las gargantas hasta convertirse en un clamor entusiasta: “¡Vin-cent!, ¡Vin-cent!”. La francesa me ignoró y todos los ojos parecieron clavarse en la alta figura que retaba al mar. Tuve que reconocer con soberana envidia que Vincent era el hombre del verano. Un belga en un patín a vela: ya me dirán si no es extraña combinación. En fin, también era belga Adrien de Gerlache de Gomery...

Vincent de Formentera, en el mundo Vincent de Froidmont —no solo le envidia uno su apostura y su marinería sino ese apellido digno de un personaje de Los tres mosqueteros—, lleva ya años deambulando por la isla y escudriñando sus secretos, pero hasta este verano yo no había intimado con él. Aunque las que han intimidado han sido más bien mis acompañantes femeninas. He de reconocerle a Vincent que sabe cómo captar el interés de las chicas. Una noche mientras estaba hablando conmigo se levantó, fue a pedirle fuego a una joven italiana de poderosas razones y ni corto ni perezoso se sentó a conversar con ella, le tomó un pie displicentemente y comenzó a masajeárselo como si tal cosa. Ella no daba crédito pero acabó dándolo todo. ¡Qué tipo! Larger than life.

Hemos pasado buenas veladas en la Fonda Pepe de Sant Ferran hablando de lo que realmente apasiona a Vincent que son los patines a vela, en los que ha encontrado su santo Grial, su raison d'être. Ha adquirido varios, los restaura, los estudia, se pasa el día navegando en ellos y lleva de paseo a la gente a cambio de conversación o un vaso de hierbas. Ha montado un servicio de taxi marino en patín y se atreve a darle la vuelta a la isla e incluso a hacer la travesía Ibiza-S'Espalmador. Abriga la idea de montar un club en torno al patín y desde Formentera ayudar a la recuperación de esta sencilla pero gozosa embarcación que cuenta con tanto arraigo y tradición en la costa catalana, y que se extiende ahora a las Baleares.

Yo tengo poca experiencia en patines, me parecen peligrosísimos como todo lo que se adentra en el mar y porque además, toma albur, carecen de timón — y de castillo de popa ya ni hablemos—. Mi suegro, Carlos Poch, fue campeón de España de la categoría, y mi mujer ha navegado patines toda su vida —en ocasiones, celebradas por toda la playa de Sant Salvador (Tarragona), llevándome a mí de contrapeso—. La circunstancia, sumada a que Mónica es guapa y rubia, interesó mucho a Vincent y mantuvimos encendidos debates acerca de los orígenes de la embarcación y su correcto manejo. Él suele ir de pie en vez de sentado, un uso poco habitual, pero por lo visto navega el tío como el capitán Cook. No en balde se pasa literalmente todo el día en su patín de arriba para abajo, haga el tiempo que haga. El perfil de su nave con su enjuta y casi carbonizada figura a bordo es ya indisociable de Migjorn, cuya escasa flota autóctona ha venido a enriquecerse también con el kite surf de Martí Juan Mayans y el hobi cat esforzadamente reconstruido por los okupas de la finca junto al chiringuito Pelayo, una embarcación digna de los smokers de Waterwold.

Vincent no encontró al chico perdido en el mar, que pasó unas horas terribles derivando hacia Es cap de Barberia —afortunadamente portaba chaleco salvavidas—; lo recogieron en una zódiac de salvamento a la altura de la punta de l'Anguila. Pero yo no puedo sino pensar en él, en el belga errante, instalado entre el agua y el cielo, la cara al viento, navegando obstinadamente en el mar azul de sus sueños.

Visto en patinaires valencians

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